El pasado jueves representamos
nuestro espectáculo “Y ahora, algo totalmente distinto” en el centro
penitenciario de Quatre Camins. Dos días antes habíamos estado en un centro de
menores, pero Quatre Camins, con capacidad para 1.800 reclusos distribuidos en
seis galerías construidas alrededor de un enorme panóptico que parece sacado de
Star Wars, es otro mundo.
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Exterior de Quatre Camins. Foto tomada al llegar. |
Trece son las puertas que tienes
que cruzar, para lo cual primero un celador te ha requisado la documentación y
te ha entregado una targeta de visitante con la advertencia de que no te podrán
dejar salir si la pierdes. ¿No podrás salir jamás? ¿Cuánto tiempo? Pasan por
alto tu pregunta y siguen con su trabajo. Entonces alguien te acompaña a través
de un laberinto de pasillos en el que no ves presos ni celadores, sólo paredes
del mismo tono y una puerta de rejas al final. Antes de que cada una de estas
trece puertas se abra, tienes que esperar a que un ser invisible cierre la
anterior. Así, el roce del acero que acaba con un chasquido resuena veintiséis veces.
Es lo único que interrumpe el silencio del recorrido. A cada puerta que cruzas
tienes la sensación de alejarte más y más de tu realidad para adentrarte en el
corazón de las tinieblas. No entras en una cárcel. Entras en las mismas entrañas
del alma humana, allí donde temes toparte frente a frente con Kurtz y su
espectral ejército. Tu otro yo, lo peor de ti, aquel que todos podríamos haber
sido, aquel que aprendimos algún día a sujetar, o al menos eso creemos.
Esperas acabar el recorrido en algún
momento para pasar a verte inmerso en un mundo bullendo de asesinos, ladrones, estafadores,
violadores, traficantes y algún banquero despistado, pero no es así. Nunca
sabes si ya has cruzado todas las puertas, hace rato que has perdido la cuenta,
y el acompañante no te avisa. Simplemente, tras andar un buen rato, descubres
que estás en una maltrecha sala de teatro en la que esperan un par de presos a
los que les está permitido moverse con cierta libertad por buena conducta. Te
miran con curiosidad. Te saludan. Les saludas. Hay algo extraño en ellos, pero
no tienes muy claro si son invenciones tuyas.
Entonces dejas los bártulos y
empiezas a mirar el escenario, por dónde entrará cada cual, en qué parte se
pondrá esa mesa o aquellas sillas. Haces tu trabajo en una atmósfera extraña
que cada uno del grupo vive a su manera, pero con una cierta sensación de
silencio entre todos. Y en estas condiciones tienes que actuar. No es fácil.
El tiempo pasa y oyes que fuera se
ha congregado gente. Esperan. Llueve y muchos han venido a desgana. Se
acerca la hora pactada para dar comienzo a la función, así que hay que dejar entrar
al público. Justo antes alguien, no sabes quién, cierra con llave las dos puertas
laterales que dan acceso al escenario desde el patio de butacas. ¿Por qué?
Mejor no saberlo, pero en ese momento quedas más encerrado que los propios presos
que vienen a verte. “Que nadie encienda un cigarrillo” piensas.
Y en esas empieza la función.
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Momento de la función en Quatre Camins captado con el iphone de uno de los educadores |
Y qué grande es el ser humano
cuando, haciendo frente a la adversidad, aprieta los dientes y trata de hacer
su trabajo lo mejor posible. Es complicado esperar una gran complicidad en el
grupo en una situación tan desconcertante, y eso suele notarse en la calidad de
un espectáculo, pero la verdad es que ese jueves 25 de abril del 2013, un día
difícil de olvidar, todos los actores dieron lo mejor de sí. Dadas las
circunstancias, más no se les puede pedir, francamente. Todos y cada uno de
ellos defendieron su personaje con determinación, algunos incluso se diría que con
ferocidad. En algunos instantes se vieron detalles que jamás antes se habían
probado. Qué curioso.
En cuanto al público, sus
reacciones fueron extrañas. No pocos aprovechaban para ver a compañeros de
otros módulos y hacer sus trapicheos. Heroína, anfetas, metadona, los
psicotrópicos campan allí a sus anchas. Muchos, la mayoría, por efecto de estas drogas o lo alienante de ese mundo pautado y cerrado en el que viven, eran incapaces de prestar atención. Se fijaban en lo que podían, en los diálogos sencillos
y en la expresión corporal. Sin embargo, hay que decir que les gustó, a su
manera, pero les gustó. No interrumpieron la obra en ningún momento, no se
mostraron hostiles y aplaudieron educadamente al finalizar. Luego se marcharon de
forma cansina mientras los educadores se acercaban para mostrarnos su gratitud. Ya sólo quedaba recoger los trastos y deshacer el camino para ver de nuevo el
cielo. Fuera seguía lloviendo, pero no importaba.
De camino a Barcelona, a todos
nos costaba hablar. Cada uno andaba abstraído tratando de digerir lo recién vivido.
Aun ahora cuesta de comprender todo aquello. Es difícil de explicar. Hay cosas
que sólo se pueden entender si se viven. Y ese día las vivimos, y ni así.
Un consejo. Por injustas que te
parezcan, sigue las leyes o sáltatelas sin que te descubran, pero jamás de los jamases entres allí. Al menos no por obligación.
Y no pierdas tu tarjeta de
visitante.
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